FICHA TECNICA DE
ATRIUM
Altar de plata
o Trono de Octavas. Cronología: 1688-1695. Autores: Juan Laureano de Pina.
El deslumbrante altar
de plata que, hasta la Invasión Francesa, se colocaba delante del retablo
mayor para manifestar al Santísimo en las Octavas del Corpus y de la
Concepción, y en el Triduo de Carnestolendas, era una exaltada máquina barroca,
que mereció una caterva de epítetos denigratorios por parte de los académicos
neoclásicos. La más suave de estas críticas se debe a Ceán Bermúdez que, en la
Descripción Artística de la Catedral, se niega a incluir el Trono “entre las
preciosidades de esta iglesia, por no ser conforme a las reglas del arte ni el
buen gusto, aunque le aprecien los que sólo buscan el valor de la materia”. Por
desgracia, la reivindicación que ha experimentado el arte barroco en general no
le ha cogido de pleno a este brillante retablo argénteo. Entre las causas que han
impedido su total reconocimiento cabe citar la parcial destrucción de los
cuerpos inferiores durante su estancia en Cádiz (1810-1813) para subvenir con
su amonedamiento los gastos derivados de la guerra de la Independencia, así
como la dificultad que entraña montar las piezas restantes formando una
estructura orgánica. Hasta hace poco se montaba en el trascoro durante la
Semana Santa para servir de Monumento el Jueves Santo. La idea germinal de tan
colosal pieza se debe al arcediano don Mateo Vázquez de Leca, apóstol de las
devociones al Sacramento de la Eucaristía y a la Concepción Inmaculada de
María, que en 1647 encargaba al platero Mateo Gutiérrez la construcción de “una
urna con dos ángeles de plata” para poner el Santísimo durante la Octava del
Corpus. La siguiente mención corresponde a 1672, cuando el canónigo don
Francisco de la Puente Verástegui solicita al platero Luis de Acosta la hechura
de “un throno en que, sobrepuesto el solio de ángeles, sirviese para colocar en
él al Santísimo en las Octavas solemnes”. Nueve años después, el Cabildo
encomendaba a su platero Diego de Gámez un frontal de plata, que sirviese de
peana al trono. Sin embargo, su estructura definitiva, en forma de suntuoso
retablo de tres calles, aureoleado por un sol y timbrado por una corona
monumental, estaba aún por llegar. Fue obra de dos mecenas: los arzobispos don
Jaime de Palafox (1685-1701) y don Luis de Salcedo (1724-1741); y de dos
orfebres excepcionales: Juan Laureano de Pina y Manuel Guerrero de Alcántara.
De la satisfacción que sentían los canónigos hacia esta obra, en la que
figuraban las estatuas y bustos de plata de los arzobispos sevillanos Pío,
Laureano, Isidoro y Leandro, da buena cuenta el encabezamiento de Magnífico
Trono de Octavas, con que abrían el inventario de sus piezas. La última reforma
a que fue sometido, antes de su mutilación, se llevó a cabo entre el 1 de julio
de 1770 y el 30 de junio de 1772, por orden del canónigo don Pedro José del
Campo. Se construyó una urna nueva, se rehicieron varias tarimillas, se
labraron nuevos atributos a los arzobispos visigodos Isidoro y Leandro, se
engastaron con piedras sus mitras y se restauró todo el conjunto. El equipo
encargado de estas composiciones estuvo integrado por los plateros José
Aleixandre y Juan Bautista Zuloaga, el entallador José de Rivera, el escultor
Cayetano de Acosta, el carpintero Gregorio de Oviedo, el pintor Fernando de
Cáceres, el hojalatero Francisco Gutiérrez y los herreros Dionisio Rodríguez y
Juan Márquez. En 1814, las piezas que regresaron de Cádiz fueron nuevamente
reparadas por Juan Ruiz. Actualmente está instalado de forma permanente en el
brazo norte del crucero
Busto relicario
de Santa Rosalía. Cronología: 1681. Autores: Antonino Lorenzo Castelli.
Pieza de gran interés
por permitirnos conocer la enorme influencia que ejerció Bernini sobre los
artistas italianos de su tiempo, a la vez que califica a su autor como a un
excelente “escultor de plata”, según gustaba definirse un siglo antes Juan de
Arfe, frente al título genérico de “platero” que englobaba a todos los
artífices gremiales que trabajaban con este material. Su tamaño es algo mayor
que el natural y representa a Santa Rosalía, patrona de Palermo, en el momento
de producirse su tránsito al cielo tocada, como único atributo iconográfico,
con la corona de rosas que le impusieron los ángeles. Tanto el culto a esta
santa como el propio relicario están estrechamente vinculados a la figura del
arzobispo don Jaime de Palafox y Cardona, quien desde 1677 y hasta 1685 en que
se traslada a Sevilla para ocupar la sede hispalense había sido el prelado de
Palermo. Una vez en Sevilla introdujo y fomentó la devoción a esta santa en la
diócesis andaluza según lo acredita la institución de su festividad con rito
doble, aparato de primera clase y sermón, así como la fundación del convento de
Santa Rosalía, del que su primera abadesa será la hermana del arzobispo, Sor
Josefa Manuela de Palafox, y la recomendación al Maestro Fray Juan de San
Bernardo de que escribiese la biografía de esta virgen, que se imprimió en
Sevilla el año 1689. Las primeras ediciones de esta Vida de la Santa llevan
también el sermón que predicó su autor el 7 de septiembre de 1689 en la
Catedral. El relicario de oro que llevaba la santa en el pecho se conserva en
distinto lugar, por razones de seguridad. Las sugerentes calidades táctiles del
rostro y de las manos, que parecen exudar, y el movimiento dinámico de la
imagen proclaman el conocimiento que Castelli tuvo de Bernini, cuya relación se
acentúa todavía más al disimular el corte tajante del torso de la santa con el
arrebujamiento del manto, copiando la solución dada por el gran maestro
italiano del barroco en su “periodo medio” al viejo problema del pecho cortado
de los bustos. Todo ello hizo que antes de concluir el siglo XVII ocupase el
primer cuerpo del gran altar provisional de plata que centraba la Capilla Mayor
de la Catedral durante las grandes solemnidades, según se ve en el lienzo
anónimo del siglo XVIII que reproduce este monumento efímero y que se conserva
en la capilla de las Doncellas de la Catedral sevillana.
Ostensorio de
doña Isabel Pérez Caro. Cronología: 1729. Autores: Ignacio Thamaral.
Es una de las piezas
más ricas del tesoro catedralicio y una de las obras mejor labradas de toda la
orfebrería sevillana. Fue donado a la iglesia por los albaceas de doña Isabel
Pérez Caro, estrenándose en la festividad del Corpus Christi de 1729. Su coste
ascendió a 7.640 pesos, corriendo con su hechura don Ignacio Thamaral, que
acusa en la perfección del montaje y en el sistema de enriquecimiento utilizado
las claras diferencias existentes entre la técnica del platero de oro o joyero,
a cuyo sector pertenecía, y el de plata o mazonería. Adopta el tradicional tipo
de custodia de sol y el hecho de ofrecer la peana un diámetro mayor que el
viril evita la sensación de inestabilidad que producen los demás ostensorios
rococós realizados en Sevilla. Está ejecutada fundamentalmente en oro,
guarnecido con más de mil diamantes. La peana está decorada con ángeles de
cabeza de porcelana y cabellera de metal dorado, además de una serie de
animales simbólicos de Cristo: águila, cordero, león y pelícano. El ástil es
abalaustrado y está formado por tres nudos superpuestos, siendo el central de
menor grosor, solución muy original entre la platería sevillana. Esta zona
aparece decorada con diamantes, esmeraldas y rubíes, y se une al viril a través
de una gran perla.
Busto relicario
de San Laureano. Cronología: 1731. Autores: Atribuido a Manuel Guerrero de
Alcántara.
Es una pieza de valor
excepcional, dada la escasez de este tipo de obras que han llegado hasta
nosotros. Por si fuera poco, supone un convicto gesto de autoafirmación de la
platería sevillana frente al barroco foráneo. No en vano, el severo plegado de
los ropajes, la abrupta silueta del pecho truncado y la mirada frontal del
santo contrasta con el berninesco busto relicario de Santa Rosalía, con quien
comparte protagonismo en el altar de plata de la Catedral. Su construcción se
debe a la munificencia del canónigo don Pablo Lampérez, que dejó dispuesto en
su testamento se ejecutase para colocar en su interior la calavera que se tiene
por reliquia del obispo sevillano San Laureano. El 28 de febrero de 1730 el
Cabildo apremiaba al Arcediano de Sevilla, don Gabriel de Torres y Navarra,
para que se “concluia cuanto antes la cabeza de plata” y, un año después, el 8
de febrero de 1831, volvía a conminarle a fin de que “prosiga en la solicitud
de la cabeza de plata”, que, en los meses siguientes, debió de ingresar en el
Tesoro. Sin embargo, nunca ha sido utilizada para el fin que previno su
donante, lo que explícitamente reconocían y lamentaban los capitulares el 24 de
mayo de 1748. Ante esta contrariedad, el Cabildo apoderaba a la Diputación de
Ceremonias, porque “aviéndose muchos años hecho la estatua de plata de San
Laureano, con ánimo de colocar en ella reliquia del santo, para lo que se avía
dexado hueco en la estatua, no se avía colocado jamás dicha reliquia, la que,
aviendo entre las del relicario, se podía partir y extraer alguna porción”. La sugerencia
no es viable y, el 10 de enero de 1749, la Diputación respondía negativamente.
Antes y después de evacuarse esta consulta, el busto de San Laureano,
juntamente con el de San Pío, con quien forma pareja, han servido para rematar
los altares laterales del Trono de plata de las Octavas.
Ostensorio del
Cardenal Solís. Cronología: 1775. Autores: Anónimo italiano.
Es conocido
popularmente en Sevilla como “el Grande”, debido a sus proporciones y
suntuosidad, o como “el ostensorio del Cardenal Solís” en honor a su donante,
aunque su verdadera advocación es la de San Juan Nepomuceno, cuya imagen figura
en el ástil, así como los dos episodios más representativos de su vida, que han
sido iconografiados en el pie. Según la inscripción que aparece grabada en la
base fue adquirido en Roma el año 1775 por el Cardenal don Francisco de Solís
Folch de Cardona poco antes de morir, el 22 de marzo de ese mismo año, en la
Ciudad Eterna. Sin embargo, dadas las grandes deudas que tenía contraídas y que
dejó pendientes, no pudo ingresar en el Tesoro de la Catedral hasta el 18 de
abril de 1780. Desde entonces ha servido en las festividades de la Ascensión y
del Espíritu Santo, y constituye una apoteosis jesuita de la Confesión y de la
Comunión, representándose ambos sacramentos por las imágenes de San Juan
Nepomuceno y la Virgen de Loreto. San Juan Nepomuceno es el patrón de la buena
fama, del honor de las personas y de los confesores, ya que fue martirizado por
no haber querido revelar el secreto de la confesión y fallece guardando el
sigilo sacramental. Su devoción fue popularizada por la Compañía de Jesús en el
siglo XVIII y respondió a la necesidad que tuvieron los jesuitas de encontrar
un santo tutelar especial que les diera apoyo y confianza para afrontar la
maledicencia y las críticas despertadas por sus actividades liberales. La
vinculación que el Cardenal Solís mantuvo durante toda su vida con los jesuitas
sevillanos, cuya casa de ejercicios frecuentaba, justifica la presencia de este
santo en el ostensorio y también la de Nuestra Señora de Loreto, a quien
contempla el sacerdote, y que simboliza para la Compañía el sacramento de la
Eucaristía, a cuya advocación consagraba una capilla en las casas que fundaba.
La explicación se encuentra en que la casa de Nazaret había sido trasladada por
los ángeles al santuario italiano de Loreto, donde la Virgen recibía a diario
la comunión de manos de la jerarquía celeste, que asimismo ha sido incluida en
el ostensorio. El viril es amplio y su borde complicado, recordando las alabeadas
y sinuosas plantas trazadas por Borromini en la arquitectura religiosa de la
Roma papal, cuyo movimiento barroco ha sido transmitido a toda la pieza.